Por Fernanda Araya y Romina Vernon
Colmada de la vida de Lucila nace Gabriela, la mujer que juzgó sus versos como simples y populares. La Nobel que, en sus recados y prosas se preocupó de vidas ajenas, desposeídos y mujeres empalidecidas por una sociedad machista.
Mientras tanto, Lucila, era quien le daba razón a esas ropas oscuras que solía utilizar Gabriela. Lucila era la de los ojos tristes. Gabriela la de la voz certera.
Razón tuvo Gabriela Mistral cuando, en su discurso, al recibir el premio Nobel aseguró que “Chile guardará la generosidad vuestra (refiriéndose a Suecia) entre sus memorias más puras”. Razón tuvo porque no hay situación en la que no se le cuelgue a la poetisa el cartel de tan importante reconocimiento mundial. Cartel meritorio, pero que inconscientemente la disminuye, la reduce a un título, a una descripción, cada vez que alguien pregunta quién fue esta mujer.
“Yo escribo sobre mis rodillas y la mesa escritorio nunca me sirvió de nada, ni en Chile, ni en París, ni en Lisboa”, relató Gabriela, quien se describía como una mujer desordenada y perezosa. Sin embargo, a la hora de escribir, debía hacerlo en un dormitorio totalmente aseado. Se sentaba con cuatro o seis lápices a la mano, para no tener que pararse, y corregía “bastante más de lo que la gente puede creer”. A la vez reconoció el desapego con su poesía, creyéndola de un “tono demasiado enfático”, a diferencia de aquellas donde reconocía su “lengua hablada, eso que llamaba don Miguel de Unamuno, el vasco, la lengua conversacional”.
Y extrañamente ese tono conversacional es con el que menos se relaciona a Gabriela. En los colegios suelen enseñarla como la pedagoga que escribía poemas, siendo “Piececitos de niños” el más recurrente. Y esto, tal como explica Floridor Pérez, en uno de sus libros, provocó rechazo en la educación escolar. Provocó rechazo en muchos niños que debían escuchar siempre los mismos poemas en el día de la madre, en el día del niño, en el día del profesor y en los actos de día lunes. “La tradición escolar impuso una lectura que no logró un acercamiento a Gabriela Mistral, y que por el contrario produjo una reacción que hasta hoy oscila entre el desconocimiento y la apatía”, asegura.
Sin embargo, este desapego de la gente con Gabriela no es algo nuevo. Mistral, antes de recibir el Nobel, no era un personaje público querido por todo el mundo. Así lo señala ella en una carta enviada en 1925 a Isauro Santelices, uno de sus amigos profesores. “Han hablado que he perdido a mis amigos con mi catolicismo definido (…) Algunas maestras han aludido a que me han comprado los conservadores (…) Se ha dicho de mí que tengo pasta de ingrata (…) Se ha dicho que tengo hace años abandonada a mi familia (…) Que mi conducta es mala (…) Que he traído un dineral, ganado, quién sabe cómo (…) Que me han jubilado con un dineral (…) Que me he metido en la aristocracia”.
Se llegó a decir incluso que su poesía era sólo para las clases altas. Pero Gabriela, la de la voz certera, nunca fue monotemática. Escribió sobre la naturaleza, la muerte, el amor, el oficio, lugares, las mujeres, sobre objetos y personajes. Escribió para todos y sobre todo. Y no sólo a través de poesía, sino que también difundió su voz a través de recados, columnas y ensayos.
Habló sobre el oficio que, según ella debía tener como primera condición no ser impuesto. “Que el hombre lo elija como elige a la mujer, y a la mujer lo mismo como elige al hombre”, decía, “porque el oficio es cosa mucho más importante todavía que el compañero. Éstos se mueren o se separan; el oficio queda con nosotros”, aseguraba.
Habló sobre la instrucción de la mujer: “Hágasele amar la ciencia más que las joyas y las sedas”, aconsejaba, “porque la mujer instruida deja de ser esa fanática ridícula”, recalcaba.
Sin embargo, sus escritos publicados en medios tanto nacionales- como El Mercurio- e internacionales, estaban cargados de un estilo formal. Un estilo sutil de decir las cosas que le preocupaban. Un estilo que calló muchos dolores, rabias y sentimientos. Un estilo que calló a Lucila, la de los ojos tristes.
Lucila era una mujer opuesta a Gabriela. Si entre ellas hubo alguna conversación, posiblemente Lucila le habló de desamores, ausencias y tristezas. Y allí se hubiese levantado Gabriela de su asiento, pidiéndole que aprendiera “a gozar con lo pequeño y que te haga feliz, la simple luz del día, una sonrisa o una mirada cordial”. Le hubiese dicho que “el Donador”, su Dios, “no duerme y su mano está siempre labrando bienes para los hombres”. Le hubiese preguntado “¿quieres ser dichosa?”, título que le dio a uno de sus recados. Y Lucila hubiese contestado que no. Se mantendría sentada, quejumbrosa y le contaría su historia. La verdadera. La que sólo relató a sus más cercanos.
Y es que Gabriela, colmada de la vida de Lucila, daba espacio a su pesadumbre sin adornos, sólo en sus cartas. Esto lo hacía con su lenguaje reconocidamente pulcro, el que no deja de llamar la atención. No deja de llamarla porque la infancia de Lucila no fue gobernada por la enseñanza.
Su padre la abandonó a temprana edad. El mismo hombre que le recitaba “Oh Dulce Lucila/ que en días amargos/ piadosos los cielos/ te hicieron nacer”. El mismo que le deparaba “para ti hija mía/ el bien que tus padres/ no quiso ceder”. El mismo al que Lucila describía como “un rey del país de los gitanos. Tocaba la guitarra como un payador. Además tenía los ojos verdes. Hacía verso. Vagabundo impenitente”. El mismo que le dejó algo muy importante: una abuela que la acercó a la Biblia. Le dejó a Isabel Villanueva la “vieja santa para quienes la convivieron”. La que la “asqueó para toda la vida de su elegancia vana y viciosa en la escritura”.
Sin embargo, fue gracias a Emelina, su media hermana quince años mayor, que Lucila aprendió a leer y a escribir. Luego, a los 11 años, Ingresó a una escuela, en Vicuña. Sin embargo, aquella oportunidad se convirtió en uno de los episodios que la marcó siempre y que, tal vez, fue el punto de partida para otra de sus vocaciones: la pedagogía.
Aquella vez fue acusada injustamente de robar unas cartulinas. La directora de la escuela, la expulsó, mientras sus compañeras la cubrieron de vergüenza:
“Por esa señora yo no tuve más enseñanza que la de mi hermana. Cuando yo vuelvo a mi ciudad natal, esquivo esa plaza por donde pasé herida por toda la banda de mi escuela gritándome ¡ladrona!, ¡ladrona! ¡ladrona!”
Lucila era una mujer de facciones duras, de ropas oscuras. Lucila se sentía aparte de toda belleza. “Parece que no tuve ni el carácter alegre y fácil ni la fisonomía grata que gana a las gentes”, decía. Para contrarrestarlo, exhortaba a la gente a que se preocupara por la belleza de sus almas y no las de sus caras. Llamaba a embellecer las ciudades “la prolongación de tu hogar, y su belleza te embellece y su fealdad te avergüenza”. Mientras, en sus cartas, se quejaba de diversos dolores, tanto físicos como anímicos. Mientras, en sus cartas, se describía como una mujer vieja que se levantaba “dolorida de cuerpo y alma”. Mientras, en sus cartas, voluntariamente reprimía, ocultaba y negaba toda juventud, apreciándose como un ser anciano y doliente. “Mis huesos están ya mordidos; de reumatismo, de males, de pura vejez”, escribía a los 25 años.
Otra de sus grandes pesadumbres fue la pérdida. Otra de sus grandes inspiraciones fue la pérdida. Así Lucila ganó uno de los premios que la llevaron a cobijarse bajo el nombre de Gabriela, en 1914. Aquella vez, envío tres sonetos a Los Juegos Florales, convocados en Santiago, mientras ella hacía clases en Los Andes. Envió tres sonetos escritos para Romelio Ureta, un empleado de ferrocarriles.
Algunos dicen que fueron sólo amigos, mientras otros afirman que fue su primer amor y el que la marcó y la inspiró de tal manera, que lo convirtió en protagonista de “Sonetos de la Muerte”, uno de sus poemas más conocidos, luego de que él, sin razón conocida, se suicidara.
“Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada”
Según Alone “Ese amor y la herida que le causó la muerte pueden considerarse el germen de todo lo demás, incluso del Premio Nobel”.
Y Lucila lo aseguró. Lo hizo en una carta enviada a otro de sus amores, el poeta Manuel Magallanes, quien dio lectura a sus “Sonetos de la Muerte” en los “Juegos Florales”. A quien vio sólo en aquella oportunidad, quedando prendada inmediatamente de él. En la carta relataba un episodio por el que pasó con Romelio Ureta, que justifica los sentimientos que tuvo hacia él:
“¡Lo que vi y lo que escuché! La novia había venido a verlo y por evitar, quizás la presencia del amigo con quien compartía la pieza, salió con ella al patio (…) La cabeza de él, mi cabeza de cinco años antes, recibía una lluvia de esa boca ardiente (…) Yo miraba todo eso Manuel. La luz era escasa y mis ojos se abrían como para recoger todo eso y reventar los globos. (…) Despedacé flores de las macetas de arriba y se las eché desmenuzadas sobre lo que yo adivinaba que eran sus cuerpos. (…)”.
(20 de mayo de 1915)
Sin embargo esta no fue la única enviada al poeta. Una selección hecha por la Universidad de La Habana, la inmortaliza con su correspondencia. Dentro de ella, Gabriela otra vez quedaba de lado y daba paso a las tristezas e inseguridades de Lucila –Tu Lucila o L., como se despedía de Manuel-.
Ninguna de esas cartas fue firmada con su seudónimo. Ninguna de ellas demostró esa seguridad con la que Gabriela hablaba sobre la alegría de vivir, ni la dignidad que toda mujer debiese tener. Lucila, en muchas de ellas, se arrodillaba frente a Magallanes, mendigando un amor que pareciese no ser correspondido. Un amor que se llevó a cabo sólo a través de cartas, entre 1914 y 1921. Un amor que nunca llegó a concretarse, ya que cada vez que tenían posibilidad de reencontrarse, Lucila se negaba. Lucila adelantaba en sus cartas que Manuel se desencantaría de sus letras cuando la tuviera en frente. Lucila le preguntaba en sus líneas: “¿Tú serás capaz (interrógate a ti mismo) de querer a una mujer fea? Tú ¿me querrás fea? Tú ¿me querrás antipática?”.
“Me han hecho tan mal en mi vida. Agregue a esto a la convicción sencillamente horrible que tengo sobre mí: nadie me quiso nunca y me iré de la vida sin que alguien me quiera un día”, le aseguraba.
Así también, otra de esas pérdidas que la inspiraron, fue la muerte de Yin Yin. El niño de 18 años al que adoptó casi con un año de edad, con la condición de que no le fuera quitado, trajo un nuevo derrumbe a su vida. Miguel, hijo de un medio hermano de Lucila, quien la acompañaba durante sus viajes, tomó un largo trago de arsénico, dejándole una carta que tiempo después sería respondida por Lucila, a través de una oración.
“Querida mamita: Creo que mejor hago en abandonar las cosas como están. No he sabido vencer. Espero que en otro mundo exista más felicidad. Cariñosamente Yin Yin.
“Hijito nuestro: Perdóname si te fallé en tus horas más apremiadas. Perdóname que en los momentos en que decidías tu destino, yo no haya estado junto a tu tribulación. Perdóname en mérito de lo que te di siempre, mi amor anudado a tus pasos. Mi pobre amor que ahora se tambalea y cae como una bandera sin mástil”
Este episodio marca para siempre a Lucila. Se dice que estuvo nueve días en cama con alucinaciones. Al despertar, preguntó quien era la loca que gritaba las noches anteriores. Así también lo asegura una de sus amigas, Palma Guillén, a través de una carta escrita a Luis Vargas Saavedra, escritor de “El otro suicida de Gabriela Mistral”. “Creo que tiene usted razón al considerar que la muerte de Yin Yin fue un acontecimiento grave y de tanto peso en la vida de G., que, realmente se puede pensar en una G. de antes y otra de después de tan triste hecho”.
Dos años después de lo ocurrido, Gabriela ganaba el Nobel. Gabriela ganaba el Nobel por la amplia gamma de perfumes en sus palabras. Gabriela ganaba el Nobel por echar al hombro los pesares del mundo, los pesares de su país ausente. Ganaba el Nobel por recoger palabras, por coleccionarlas. Ganaba el Nobel que la grabó en la memoria chilena como la poetisa que nunca fue para ser entendida con facilidad. La poetisa que juzgó sus versos como simples y populares. La mujer que elevó lo singular a lo universal. Esa Mistral que humanizó la naturaleza. Esa Mistral que llegó a la plena contemplación por las condiciones de su vida: dolorosas, repletas de ausencia, de pérdidas y desamores. Esa Mistral colmada de la vida de Lucila, que se preocupó en sus recados y prosas, de familias ajenas, desposeídos y mujeres pálidas, opacadas por una sociedad machista. Se preocupó del mundo, mientras Lucila pedía a gritos que alguien la amara.
Y no hablamos de ese amor traducido en premios, aplausos y reconocimientos. Hablamos del inefable. Ese al que las palabras no llegan. Ese que, por su apariencia de ser duro, le fue negado desde su infancia. Ese que la hizo esconderse en la Gabriela que decía que nada pudo “herir mis alas para el vuelo que mi ambición emprende”. La Gabriela que antes de morir exclamó “¡Triunfo!, ¡Triunfo!”, cerrando sus consejos a los vivos y llevándose consigo a Lucila, su Lucila, la Lucila.
Deja un comentario